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Liberemos la ciudad. Construyamos la ciudad / Reflexiones sobre La Ciudad Cautiva

Situémonos en un desierto atemporal. Las altas dunas incitan al ojo humano a mirar al cielo, a un abismo azul cuya sola contemplación produce náuseas de vértigo. En la vastedad, un proscrito traza una senda mientras arrastra sus pies. ¿Hacia dónde? Pues no huye, no escapa hacia un rígido ideal. “Tarde o temprano querría volver a escapar de él”, se repite a sí mismo. No. El proscrito medita, mientras contempla las dos franjas del horizonte, sin saber bien a cuál de ellas apunta la brújula. En un último aliento, clava las rodillas en la arena con los brazos extendidos hacia el cielo. Quiere fundirse en el azul, quiere conocer, pretende llegar a integrar las dos inmensidades. Mientras se siente engullir por la arena, unas alas invisibles lo elevan. El triunfo de una parte, de la nada que se abre a su paso, supondría un verdadero infierno. El triunfo del cielo, de ese todo que le queda por alcanzar y que no consigue siquiera rozar, por más que contorsione los dedos hacia arriba, supondría su aniquilación como ser humano.

El sol comenzó a ponerse, como si por un instante pareciera aunar una realidad con la otra, un cielo y un infierno, tintándolo todo del color del fuego. El proscrito quiso ser ese fuego, quiso hacerlo para él, y a partir de ahí, llegar a integrar las distintas partes, las dos franjas que se abrían ante sus ojos y en su interior. Retornado a sí mismo, decidió crear un mundo para él, un mundo donde él fuera la medida. Y, en mitad del abismo, Caín fundó la ciudad de Enoc…

Sólo ellos aúnan el cielo y la tierra. © Gemma Manz

Cabo de Gata: de Goytisolo al Algarrobico

Otro verano más me ausenté de Málaga un par de semanas con la misma intención de siempre: huir de la masificada Costa del Sol –sería mejor rebautizarla como Costa del Hormigón– y encontrar una pizca de serenidad, si es que es posible, en algún otro punto del litoral andaluz. Si eres de Málaga, no tienes presupuesto para grandes viajes y quieres escapar de la clásica postal de Agosto –esa que comenzó a fraguarse en los años sesenta gracias al gran invento del turismo–, las opciones más socorridas, a grandes rasgos, son básicamente dos: ir hacia el oeste, alas playas de la provincia de Cádiz, o atreverse con la costa del Parque Natural del Cabo de Gata-Níjar, en el extremo oriental de la comunidad.

Con esta decisión tomada, me monté en aquel viejo Nissan Almera y dejé atrás las colmenas de cemento de la Malaguetay su escalofriante imagen de sombrillas coloreadas agolpándose y luchando las unas con las otras por un trozo de polvo –porque en Málaga no hay arena, sino polvo–. Junto a unos buenos amigos, como no podía ser de otra forma, nos marchamosdirección a Almería; bajamos las ventanillas y tomamos la Nacional 340.

La idea era pasar unos doce días deambulando por las playas que se esconden tras la Sierra del Cabo de Gata. Era la segunda vez que visitaba aquellos eriales y temía que mi impresión sobre el paisaje, como era de esperar, no fuera igual de intensa en esta ocasión. Sin embargo, la decisión de cargar en mi mochila un pequeño libro cambiaría por completo mi experiencia con el lugar, socavando y redescubriendo otro estrato más en ese infinito manto de historias que conforman los sitios.

©  Marina Díaz García

© Marina Díaz García

La ciudad que me llevé en la piel

El Atlas abraza con sus puntiagudas rocas al río Draa, como si deseara acariciarlo y lo hiriera sin querer. El femenino río se viste con verdes telas de palmeras infinitas. Palmeras preñadas de dátiles, que proyectan una sombra plumosa sobre la blanda tierra marrón.

Tamnougalt se esconde entre ellas. Tímida y altiva al mismo tiempo. Tamnougalt y sus altos muros de barro que construyen arquitecturas perfectas, arquitecturas milenarias, de gruesos muros y pequeños ventanucos. Dentro un mundo secreto, más secreto aún que la sombra de las palmeras.

Ciudad sin lluvia, que sólo bebe de la gran dama río. El sol me tuesta la piel, la luz aclara mis ojos. Mis rizos negros se entrelazan con trigo, con miel.

El día se acaba, la Kasbah de barro me encierra, la noche me ensombrece… sólo puedo dormir. El silencio es total, sólo los grillos se escuchan, sólo infinitos astros distraen mi vista adormecida y excitada al mismo tiempo por esa soledad, por esa mágica soledad.

Sonidos diferentes, algo me despierta. Salió el sol, pero el calor no me arrebató las sábanas. El día no parece el mismo, ni la luz, ni los olores. El Draa ruge furioso, el cielo cruje. Es la lluvia. Está aquí.

Soy barro, deshecho por el Draa

Descendemos la carretera atraviesa el Atlas, desde Marrakech. El sol dibuja un paisaje totalmente inesperado. La roca pura, partida en piezas geométricas fruto de los cambios de temperatura, adquiere texturas y colores jóvenes, viejos, casi violentos, todo a la vez.

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Fotografía: Ana Asensio Rodríguez