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Liberemos la ciudad. Construyamos la ciudad / Reflexiones sobre La Ciudad Cautiva

Situémonos en un desierto atemporal. Las altas dunas incitan al ojo humano a mirar al cielo, a un abismo azul cuya sola contemplación produce náuseas de vértigo. En la vastedad, un proscrito traza una senda mientras arrastra sus pies. ¿Hacia dónde? Pues no huye, no escapa hacia un rígido ideal. “Tarde o temprano querría volver a escapar de él”, se repite a sí mismo. No. El proscrito medita, mientras contempla las dos franjas del horizonte, sin saber bien a cuál de ellas apunta la brújula. En un último aliento, clava las rodillas en la arena con los brazos extendidos hacia el cielo. Quiere fundirse en el azul, quiere conocer, pretende llegar a integrar las dos inmensidades. Mientras se siente engullir por la arena, unas alas invisibles lo elevan. El triunfo de una parte, de la nada que se abre a su paso, supondría un verdadero infierno. El triunfo del cielo, de ese todo que le queda por alcanzar y que no consigue siquiera rozar, por más que contorsione los dedos hacia arriba, supondría su aniquilación como ser humano.

El sol comenzó a ponerse, como si por un instante pareciera aunar una realidad con la otra, un cielo y un infierno, tintándolo todo del color del fuego. El proscrito quiso ser ese fuego, quiso hacerlo para él, y a partir de ahí, llegar a integrar las distintas partes, las dos franjas que se abrían ante sus ojos y en su interior. Retornado a sí mismo, decidió crear un mundo para él, un mundo donde él fuera la medida. Y, en mitad del abismo, Caín fundó la ciudad de Enoc…

Sólo ellos aúnan el cielo y la tierra. © Gemma Manz

Es curioso cómo en las construcciones simbólicas más antiguas, siempre es el renegado, el marginado de la sociedad, quien acaba por instaurar un nuevo orden lejos del alcance de la norma, haciendo alarde de su potencial creativo aunque experimentado, no obstante, su latente capacidad de unirse de nuevo con lo eterno y absoluto. Las construcciones artificiales a la sombra de las grandes líneas ideológicas e históricas suponen quizás un acicate mucho más intenso para la curiosidad de este tipo de personajes, con tal de emprender la búsqueda de aquello que permanece oculto, para desenterrar de las arenas del desierto la verdadera significación de construir una ciudad y dejar volar a la imaginación creadora. En otras palabras, “liberar la ciudad cautiva”.

Me valgo de las palabras de José Olives Puig para introducir así la idea de que es realmente el filósofo, el artista y el visionario, quien debe seguir el dictamen platónico de reinsertarse en la ciudad para combatir la tiranía. ¡Y no vale hacerlo de cualquier manera!

En el devenir de las ideas durante los últimos siglos, se ha querido volver la mirada al pasado mítico donde las brumas se entrecruzan con la locura, donde las arenas que deglutían al proscrito no son más que lúgubres efluvios que forman el señuelo hacia un pozo sin fondo donde cualquier desaventurado podría caer hasta perderse en la noche de los tiempos. Sólo los verdaderos valientes son capaces de adentrarse en el caos: ¡morir! (se dirá en Fedón), ¡enloquecer! (propondrá Fedro). Sólo aquellos capaces de volver de este frenético viaje se reinsertarán en la ciudad, fundarán en ella su ciudad nueva. Si alguien tiene que juzgar que a través de la cercanía de la muerte se trasciende, primero ha debido de conocer esa muerte muy de cerca, coquetear con ella incluso, y una vez asomado al borde del abismo, si se ha logrado escapar del hechizo de su propio reflejo, volverá convertido en visionario: como un Orfeo salido de los Infiernos.

El otro lado del Ega. © Gemma Manz

Para explicar la situación de hoy día no hace falta encorsetarse en el sentido literal de las palabras. Siguiendo con este planteamiento cuasi apocalíptico, diría, habría que recordar que precisamente en el Apocalipsis muerte significa cambio. Un periodo de crisis es también un apocalipsis a su manera. Una sociedad donde, como plantearía Séneca tiempo ha, sólo mueve la avidez de poder, se ha politizado incluso la introspección misma para convertirla en el demonio de lo privado,  de la puerta cerrada, se ha reducido la naturaleza a meros apuntes, bocetos utilitarios, aprovechando de ella sólo el producto, y donde los habitantes no hacen más que exigir del prójimo esperando no dar nada a cambio… Una sociedad así, necesita de los proscritos. Proscritos que, por otra parte, no tienen que morir, literalmente, sólo abalanzarse hacia la metamorfosis del inconformismo.

… De repente, nuestro personaje de arriba se despierta empapado en sudor, en una fría litera de acero. Todo lo anterior había sido un sueño. A través de su ventana sólo se ve la nada. Un miasma informe de humo mortecino se dejaba traspasar a duras penas por las luces de los semáforos y de algún que otro edificio ostentando propaganda del nuevo producto que solucionaría nuestras vidas. Su sueño le ha dejado trastornado. En la oscuridad artificial de la noche, anhela el desierto. Anhela el doble horizonte, cubierto y encapotado por la modernidad, por la era del mañana, o por una ciudad doblemente cautiva. Cautiva y desprovista del filósofo, del paria renegado que a través de un vínculo dormido con la naturaleza, mucho más íntimo que el del resto de los mortales, es capaz de encontrar y unificar de nuevo los diferentes horizontes. Ya no lo llamaremos profeta, pues no cuenta con otra ayuda más que la de sí mismo. Lo llamaremos artista visionario quizás. Los registros expresivos que encuentra a su mano y con los que juega, serán capaces de plantarle cara de nuevo al extremismo de la razón, a esa manía de tomar las palabras, ¡esas viejas embusteras!, por su sentido literal. Por cómo se leen y no cómo se dicen. Él puede liberarse de su celda. Él puede liberar la ciudad cautiva.

Sin embargo, la liberación de la ciudad no es sólo una liberación creativa, sino una liberación del individuo mismo dentro de la ciudad:

El propio cuerpo humano se visualiza como segregado de la mente de uno mismo, y también de la naturaleza circundante, olvidando que en ella está inmerso y que la vida física misma es una inextricable maraña de organismos interactuantes y solapados unos con otros, cuyo conocimiento hace imposible establecer un límite neto entre la epidermis del cuerpo humano y el medio ambiente que lo rodea. (Olives Puig, 2006, 321).

Con todo esto, quería lanzar un llamamiento, una carta abierta a todas esas ciudades que, mediante unos medios u otros, expulsan al artista y al loco, de su plan principal. La segregación tiene demasiadas caras. Es un Jano que no gana para espejos, dejando muchos rostros ocultos, que pasan inadvertidos. Releer a Séneca hoy día puede resultar alarmante, por la rallante actualidad de sus palabras (esas tramposas, que parecen jovencitas cuando tienen más de diez siglos de antigüedad). Quizás, el tirano de la ciudad platónica, que ya renquea, debería dejar paso al artista: un artista que no entiende de barreras, un proscrito al que ahora mismo sólo se le permite predicar en el desierto.

Recinto industrial. Colonia Güell. © Gemma Manz

 

Texto: Rocío Sola / Imágenes: Gemma Manz / Escrito originalmente para AAAA magazine / Bibliografía: BLOCH, Ernst. El principio esperanza. Vol. 1. Edición de Francisco Serra. Trotta, Madrid, 2004; OLIVES PUIG, José. La ciudad cautiva. Ensayos sobre teoría sociopolítica fundamental. Madrid, Siruela, 2006; TRÍAS, Eugenio. El artista y la ciudad. Barcelona, Anagrama, 1983 / Fecha: 

Rocío Sola