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La ciudad que me llevé en la piel

El Atlas abraza con sus puntiagudas rocas al río Draa, como si deseara acariciarlo y lo hiriera sin querer. El femenino río se viste con verdes telas de palmeras infinitas. Palmeras preñadas de dátiles, que proyectan una sombra plumosa sobre la blanda tierra marrón.

Tamnougalt se esconde entre ellas. Tímida y altiva al mismo tiempo. Tamnougalt y sus altos muros de barro que construyen arquitecturas perfectas, arquitecturas milenarias, de gruesos muros y pequeños ventanucos. Dentro un mundo secreto, más secreto aún que la sombra de las palmeras.

Ciudad sin lluvia, que sólo bebe de la gran dama río. El sol me tuesta la piel, la luz aclara mis ojos. Mis rizos negros se entrelazan con trigo, con miel.

El día se acaba, la Kasbah de barro me encierra, la noche me ensombrece… sólo puedo dormir. El silencio es total, sólo los grillos se escuchan, sólo infinitos astros distraen mi vista adormecida y excitada al mismo tiempo por esa soledad, por esa mágica soledad.

Sonidos diferentes, algo me despierta. Salió el sol, pero el calor no me arrebató las sábanas. El día no parece el mismo, ni la luz, ni los olores. El Draa ruge furioso, el cielo cruje. Es la lluvia. Está aquí.

Soy barro, deshecho por el Draa

Descendemos la carretera atraviesa el Atlas, desde Marrakech. El sol dibuja un paisaje totalmente inesperado. La roca pura, partida en piezas geométricas fruto de los cambios de temperatura, adquiere texturas y colores jóvenes, viejos, casi violentos, todo a la vez.

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Fotografía: Ana Asensio Rodríguez