Ahogar, dulce ahogar
Era el tiempo tan grande que me dolía incluso en sueños aguantar mi peso.
Dicen que hay dos memorias en cada una de nosotras, una es la que se queda en lo que queda y otra, la que habita en el olfato. Siempre supe que mi piel, mampostería de recuerdos, añoraba ser defensa y sustento; pero me costó entender que en lo humano también hay restos que aplastan a los hombres sin saberlo.
Incluso antes de estar completa, cuando me estaban levantando con esfuerzo y paciencia, sentía la alegría de vivir llena. Mi corazón ordenaba su caos, su experimento me hacía latir con más fuerza. Era algo etéreo, un huracán almacenado entre tierra y teja que nos sacudía sin movernos y nos devolvía siempre a nuestro centro. Felicidad contenida en siglos o segundos eternos.
Simbiosis aplastante que se deslizaba con sigilo, sin negociar costuras ni dobleces. Hasta que llegó el momento de elegir, barrer debajo de la alfombra o acumular en las esquinas. Y al final, ¿el final?
Después de las palabras bonitas, los adioses.
Me quedé ciega. Perdí el bastón. No sentí llegar a nadie. Pero esto fue porque mis escaleras aún notaban tus zapatos. Breves, blandos. Cortina de flores.
Tras el duelo, los puñales.
Ruge la nieve.
Arde la pena.
Vuela la piedra.
Ser anterior a lo antiguo. Asumirlo, vomitarlo todo hasta dejar solo lo que parece inerte y esperar que nazca al revés, desde atrás hasta el presente. “Existíamos antes. Y existimos ahora”, me lo digo a mi misma y se lo digo a la niebla.
Sólo cambia toda una vida, la de ahora la traen un vecino desorientado y su perro tuerto. Sus visitas y mi alimento, cuestión de método. Les falta seguridad, a mí otra oportunidad.
A veces su piel grieta acaricia mis huesos, y parece leer entre musgo y piedra la guerra no escrita entre lo que sé y lo que siento.
“¿Qué quieres, casa?”, me pregunta su tacto.
Y yo, que no sé contar las cosas como si no me fuera la vida en ello, me emociono, me atraganto y recuerdo: “Volver atrás en el tiempo”.
El viento levanta polvo en mi cuerpo. Tos y escombro. Se tropiezan mis pensamientos.
Cuatro ortigas en la puerta.
Siete dulces de hojalata.
Ocho noticias de las de antes.
Diez. Cien. Años.
No son nada. Son toda una vida. Pasan volando.
Pero me dislocan, me hunden, me paralizan. Tengo miedo de arbustos y monstruos. Siento que me hundo entre lo absurdo y lo secreto y que desapareceré igual que ellos. Existencias paralelas. Nadie visita su tumba, nadie honra mis restos.
Sobrevivirles fue volver a conocerles.
Me ahogo.
Redacción y fotografía: Simita Fernández / Edición: Ana Asensio / Escrito originalmente para AAAA magazine / Fecha: 21 nov 2016