Al otro lado del charco / Oración a mi tierra
Nací y crecí en un país pequeñito. De tierras fértiles y negras, donde los árboles frutales echan raíz. Agradecidos van juntando sus ramas, van soltando su gran abrazo, cubriendo de sombras carreteras, pueblitos y veredas.
Crecí viendo la cordillera, al horizonte un mar de cielitos opacos por la distancia. Tierra donde los niños corren calzados y descalzos sobre calles de piedra, calles que en verano se calientan y en invierno se mezclan con lodo trazando al azar riachuelos. Vengo del reino del café, que sólo conoce de dos estaciones: la de la lluvia intensa e imprevista, y la del sol ardiente. De ese sol que golpea la piel a cualquier hora del día. Conozco bien el olor a la tierra mojada, a café tostado, el olor tropical de la esperanza. Rincón del mundo, donde por las noches de invierno se duerme con la tonada de la lluvia cayendo sobre tejados destartalados, y en verano se escucha claro el coro de los grillos noctilucos, para despertar por la mañana entre cantos silvestres de pájaros.
Éste es el paraíso de la flor de Izote, donde nada se pierde, todo se aprovecha; paraíso en que los ríos hacen su paso entre montañas y cerritos, donde el agua brota de las piedras y del monte, cayendo a cantaradas. Tierra bendita la mía, echada a las orillas del Océano Pacifico, tierra de paradisiacas playas, de arenas negras al occidente, de oleaje bravo, donde los extranjeros embrujados se sienten en casa.
El mío es un país chiquitito, con montaña por un lado y costa al otro, al centro caseríos y ciudad. Al centro histórico lo visten sus antigüedades; plazas, parques y avenidas, alfombradas de palomas criollas, grises. Iglesias a pequeña escala con influencia de la época colonial, donde se congelaron ante el tiempo simulaciones del estilo renacentista, gótico, barroco y con un poco de suerte el art noveau.
A las faldas del volcán de San Salvador, nace la vieja capital homónima a este, esbozada sobre una cuadricula compuesta por unos cuantos bloques, con su corazón urbano en la Plaza Gerardo Barrios, al frente el Palacio Nacional, al norte la ecléctica Catedral Metropolitana, y a la vuelta el Teatro Nacional. A pocas cuadras, al este, la Plaza Libertad y a su lado nuestra joya arquitectónica, la Iglesia El Rosario. Ciudad ajena en su tierra, abandonada, adormecida sobre el valle de las hamacas, descansando sobre la placa tectónica activa.
Buscan refugio al atardecer, entre los huecos de las fachadas de sus edificaciones, las golondrinas; entre casonas abandonadas de múltiples habitaciones que fueron articuladas a partir de un patio central, revestidas en mármol italiano [deteriorado o perdido por el tiempo]; en duelas de madera, decoradas con rosetones y pechos de paloma.
Pero la verdadera arquitectura de mi gente, nace por la necesidad. El ingrediente más efectivo, es el ingenio. La arquitectura vernácula, se hace y deshace al antojo del usuario, empíricamente, va de mano en mano sobreviviendo entre generaciones. Esa arquitectura que guardan mis pueblos. Pueblitos entre montañas, de retícula urbana impuesta por los colonos, pero habitados por la descendencia de nuestros ancestros, que estuvieron ahí desde antes que esta tierra la pisara un extranjero.
Casitas fabricadas de adobe, y estructuradas con bahareque, cubiertas con teja de barro; son un pórtico, un corredor techado como fachada de la entrada principal, un par de ventanas con puertecillas de madera, pisos de tierra, cocinas de leña, al fondo un solar.
Nací en el país que lleva nombre de santo, donde también nació un santo; que lucho hasta la muerte por amor y por hacer justicia a sus hermanos. Soy de donde se nace esperanzado y se muere trabajando, donde los feriados se tienen bien marcados en los calendarios, donde la gente se rebusca por el pan a diario. Crecí entre hermanos, con tonos de piel y rasgos diversos, producto del mestizaje. Y aprendí del amor, de la filosofía, de la cultura y del folklor en mis pueblos.
Vengo de un país donde nada se puede pero todo es posible, porque somos un pueblo que se levanta temprano, donde se anda a pie bajo el sol y se comen frijoles y maíz, sin fruncir el ceño. Soy de carne y hueso forjado a mano, por mi sistema corre la sangre de nuestros poetas, “porque mis venas no terminan en mí, sino en la sangre unánime de los que luchan por la vida” (Dalton, R).
Mi tierra es la que se cultiva, donde las olas tocan percusión en su costa y bailan cumbia las palmeras. Vengo de muy lejos con mi cálido abrazo, con mi firme paso, desde el pulgarcito de América Latina, El Salvador. Con ganas de quedarme, con fuerzas pa’ seguir, con un montón de historias por contar y para compartir.
Texto: Georgina Alfaro/ Imágenes: Georgina Alfaro y Edgar Linares / Escrito originalmente para AAAA magazine / Cita: Georgina Alfaro, “Al otro lado del charco / Oración a mi tierra” / 07 jul 2015