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El arquitecto que asesinó a la luna

La creatividad nunca tiene un camino preestablecido. Es un flujo cuyo cauce se adapta a la orografía personal, serpenteando suavemente entre las diferentes ideas y circunstancias del creador, para acabar desembocando en lo creado a través de una herramienta. Estos factores, en su mayoría, no están bajo el control de aquél que crea, ni siquiera esas herramientas, que muchas veces son una simple horma donde encajan los deseos creativos.

Pero vamos a fijar la atención en las circunstancias. Acontecen sin falta, a cada uno de nosotros, y no son más que la confluencia de situaciones azarosas, producto a su vez, de otros cientos de miles de cadenas infinitas de azar (cadenas que mucha gente se obsesiona con llamar destino y son sencillamente historia). Las connotaciones de estas circunstancias azarosas, que condicionan la creatividad, son «grosso modo» y perdón si no me embarro demasiado, positivas o negativas, ya que reportan un beneficio, o una pérdida, generando respuestas emocionales a su alrededor. Por tanto, se puede afirmar que la tranquilidad o la felicidad al igual que el asco, la tristeza o la ira son efecto de las circunstancias vitales que nos acontecen. Así, se constituye por sedimentación esa geología de valles y montañas por los que fluye la creatividad, desembocando en obras.

Entonces, si se puede crear desde circunstancias reales ¿se podría crear desde circunstancias ficticias? La imaginación, la meditación y los sueños son potentísimos catalizadores de experiencias, que aumentan exponencialmente las posibilidades de choques y distorsiones. Estos, son la puerta nuevos caminos, que a su vez provocarán nuevos puntos de partida, abasteciendo a ese río a la hora de crear. Pero, qué sucedería si estas experiencias oníricas nos reportasen vivencias extremas, que la vida diaria no nos permite, por cuestiones morales y/o legales,  acumular entre nuestras experiencias. ¿Qué sucedería tras acumular la vivencia de las perversiones más ocultas, o de los actos más bondadosos?

¿Se podría proyectar una obra desde el asesinato?

«Ciruelo en Flor y Luna» Katsushika Hokusai

En el año 1984, la vida no era como Orwell la pintaba. El hiperfuturo había intentado asentarse en Japón hacía veinte años, dejando algunos restos interesantísimos en una atmósfera de fracaso casi absoluto. Ni la maquinización de la ciudad, ni las capas de viarios megalómanos, ni la expansión urbana habían conseguido evitar que la luna siguiera mostrando sus ciclos día tras día. Y ahí, en la inmensidad de una ciudad donde millones de personas realizaban sus tareas con la sincronización de la colmena, un hombre de treinta y seis años miraba embelesado a la luna, ajeno a lo que pasaba en el resto del universo. Sabía que posiblemente esa noche volvería a soñar con ella, como llevaba haciendo desde mucho antes de que pudiera recordar. Pero la suya era una admiración triste, como el que mira a través de un cristal o el que observa una lápida. Un sentimiento casi melancólico, de presencia y ausencia, de dolor y comodidad a través de la suave curvatura del satélite. La suya era la luna de García Márquez, en el que se sumergía ocasionalmente, una luna mágica, pero melancólica, que a veces se tornaba en ira, como la luna de los gitanos andaluces que no conocía.

Algunas personas le decían que soñar con la luna era un signo de locura y de trastorno, y a veces pese a su convicción sobre su manera de ver las cosas, se lo creía un poco. Bajo el bigote perfectamente recortado se esbozaba una sonrisa que enseguida se tornaba sombría, lo inevitable al acordarse de su madre. La madre, el seno protector, la sabiduría, cuántas veces a lo largo de la historia se habría alabado esta figura protectora, ese pequeño refugio oculto en calidez y piel, y cuán importante había sido para tantas personas a lo largo de la historia. Sin embargo su madre, se había desvanecido hacía cuatro años dejándolo solo en la oscuridad universal. La rabia, la ira y la impotencia eran sentimientos que había enterrado profundamente, pero que habían impactado como un tsunami en su geografía personal, arrasándolo todo. Y su madre ahora estaba en esa luna, distante y fría.

A veces veía su luna en los textos del futurista Marinetti, como en aquel que decía:

«Un grito se alzó en la aérea soledad de las altas llanuras:¡Asesinemos a la luz de la luna! Algunos corrieron hacia las cascadas cercanas; se levantaron norias gigantes y las turbinas transformaron las turbulentas aguas en impulsos magnéticos que se lanzaron por los cables, subieron a los altos postes, y se precipitaron a los brillantes y titilantes globos.

Así que trescientas lunas eléctricas anularon, con sus rayos de blancura mineral cegadora, la verde y anciana reina de los amores»

Adoraba el futurismo italiano, se veía en la máquina, la que había adoptado como nueva madre, nueva fortaleza y seno, se había refugiado en el hormigón y el metal, al igual que muchos futuristas. Era un arquitecto que no creía en la máquina de habitar sino en habitar la máquina. Marinetti despreciaba a la luna, al igual que a las mujeres, sin embargo él sentía admiración por ella, la amaba por lo que era y la odiaba por lo que le había hecho.

Al día siguiente, ese hombre que miraba a la luna estaba enfrascado en la creación de una casa en un solar con una curva bastante característica, un día más, pero esta vez en su meditación se convirtió en algo más. Sin saber si soñaba o estaba despierto, una imagen con la forma de la luna lo visitó, una forma que pese a ser la del astro, se revelaba ante sus ojos con la claridad de una espada. Una espada curva, forjada con la propia luna y que encajaba perfectamente en su mano. Y fue entonces, cuando se zambulló profundamente en sus sueños, donde veía a la luna creciente, una vez más. Se acercó a ella, inmersa en la oscuridad más absoluta, con la naturalidad de quien se encuentra a un conocido y comienza a conversar. Pero blandía su espada, y mientras se aproximaba al astro le asaltaron las intenciones homicidas que había reprimido durante mucho tiempo. La ira y el odio habían construido una armadura con la que se vestía, y es que este japonés estaba decidido a matar a la luna. La espada, regalo de la luna y parte de ella, era verdugo y víctima a la vez. Pero antes de asestar el golpe de gracia despertó.

Volvía a estar en su estudio, pero apoderado por unos sentimientos asesinos voraces. Sin pensarlo esgrimió el lápiz, apuñalando al papel mientras trazaba la forma de la espada, que sería su nueva creación y la base de nuevos caminos, que encauzarían su lenguaje arquitectónico en los años venideros. Mientras le daba forma, gestaba el nombre, un nombre que fagocitaría desde la fascinación y elegancia futurista, hasta la irreverencia del punk. Y conforme el objeto se revelaba sobre el papel, veía a su madre, a Marinetti, a Gabo, veía Ark y Pharaoh y veía su proyecto para una sala de baile que culminaría un año después. Su río mental se desbordaba mientras surcaba el papel, hasta que respiró. Cuando un tiempo después presentó un objeto metálico y afilado de 1’2 metros de largo al público general, se dio cuenta de lo que había vivido sin vivir nada, de la potencia de las circunstancias y el poder de la creación. Él, Shin Takamatsu, había creado «Killing Moon«.

Este texto es un relato (probablemente) de ficción trazado sobre las palabras del propio Shin Takamatsu, en la descripción de su proyecto «Killing Moon» para la publicación GA ARCHITECT Nº9 sobre su obra arquitectónica.

Manu Barba