Arquitectura Popular / ¿Arquitectura sin arquitectos, vernácula, anónima, espontánea, indígena, rural, tradicional?
¿Por qué hemos adoptado el término arquitectura popular, y no otro, para representar la materialización edificada de los rasgos sociales, económicos, geográficos, culturales, emocionales y sensoriales de una población?
En numerosas publicaciones especializadas, podemos encontrar otras etiquetas diferentes para referirse a la nebulosa arquitectónica que nos ocupa. La simple etiqueta parece un rasgo poco importante, sin embargo en la etimología de las palabras y su posterior aplicación en forma de juicios previos y sentencias, hallamos situaciones no tan inocentes. Esta cuestión etimológica puede encontrar su base en la publicación de Bernard Rudofsky en 1965, ligada a su exposición en el MOMA de Nueva York, «arquitectura sin arquitectos» en cuyo prefacio se rebelaba Rudofsky ante el desconocimiento, en aras de un mayor interés en el estudio de estas arquitecturas que él denominaba ‘sin arquitectos’. Un mayor estudio para luchar contra la lacra de la ignorancia que rodeaba las obras «sin pedigree».
Arquitectura sin arquitectos intenta romper con nuestros estrechos conceptos del arte de la construcción, mediante la presentación del desconocido mundo de la arquitectura sin pedigree. Se sabe tan poco que ni siquiera tenemos un nombre para él. A falta de una etiqueta genérica, vamos a llamarla vernácula, anónima, espontánea, indígena, o rural, según el caso.
¿ARQUITECTURA SIN ARQUITECTOS, VERNÁCULA, ANÓNIMA, ESPONTÁNEA, INDÍGENA, RURAL, TRADICIONAL?
De repente, y tratando de ilustrar y definir la complejidad de la producción arquitectónica de los pueblos alrededor del mundo, adoptaba Rudofsky una serie de tags bastante discutibles. «Sin arquitectos», «vernácula», «anónima», «espontánea», «indígena», «rural», son sólo las primeras clasificaciones imprecisas de una lista, que sumará muchas otras, como inmutable, primitiva, sin genealogía, etcétera: “La arquitectura vernácula no sigue los ciclos de la moda. Es casi inmutable, inmejorable, dado que cumple con su cometido a la perfección”.
De esta breve introducción al libro de Rudofsky, destacaría el juicio menos romántico de todos los que presenta: No sigue los ciclos de la moda. Y es que la arquitectura popular parte de una necesidad, y una escasez. Para dar respuesta a esas necesidades, contando con unos medios concretos y limitados, una economía media-humilde, y un tiempo material bien acotado (como dicta la esclavitud del trabajo de las clases medias-humildes, la mayoría de la población mundial), sus artífices no se pueden permitir preocuparse por los vaivenes de las vanguardias, las doctrinas, o la propagandística.
Esto no tiene nada que ver con que la arquitectura popular no tenga una vocación estética, como se suele rezar. El que la belleza sencilla de estas arquitecturas parta de una expresión constructiva y funcional, no debe volverse análogo a un desinterés por la búsqueda de belleza.
La arquitectura popular es la respuesta a necesidades, condicionada por una serie de limitaciones, y con lenguaje e intercomunicación humano e independiente.
De hecho, son paradójicamente los movimientos arquitectónicos ligados a cuestiones de mercado, políticas o vanguardias artísticas, los que en numerosas ocasiones recurren a esta integridad humana (que no inmutabilidad) de la arquitectura popular para redefinir conceptos y buscar nuevos horizontes.
Funcionalismo, racionalismo, organicismo, y tantos otros movimientos, tienen en su filosofía primigenia inquietudes que parten de la observación de las arquitecturas populares, en un intento hablar su lenguaje, sin darse cuenta de que carecían de su característica principal: la independencia.
Volviendo a la economía material y de tiempo, rasgo determinante de las arquitecturas populares, llegamos a otra característica que me parece clave: el desarrollo grupal y la generación de colectividad, como respuesta a esa necesidad de economizar. Es decir, los propios procesos de desarrollo de las arquitecturas populares implican establecer una serie de relaciones humanas desde el momento de la construcción, lo que de alguna manera marcará como una huella los lazos sociales que estas construcciones configuran.
Así, independencia de los sistemas globales, y comunidad, son dos de los principales rasgos que, personalmente, observo en todo paisaje rural o urbano, antropizado por el pueblo. Curiosamente, todo lo contrario a la evolución y el devenir de nuestra sociedad, que tiende a sistemas cada vez más controladores, y a un individualismo inusitado.
Ya comentaba el español Torres Balbás en su libro «La vivienda popular en España» (1933) la diferencia entre las vidas humildes, y las de los sistemas impuestos:
La Historia es, en gran parte, el relato del vivir de las gentes humildes que forman la masa amorfa de las naciones, no tan sólo la de coturno y blasones, creación artificial de una cultura impuesta o prestada a veces, pero siempre algo exterior y superpuesta por las instituciones políticas y sociales a la perdurable vida popular, raíz y base de la de cortesanos, militares, funcionarios y clérigos, que en toda la historia son los que dirigen y modifican, pero que no anulan ni borran ese fondo permanente de lo anónimo e indiferente que constituye la masa popular.
Así, dejando de lado temporalmente la concepción de Rudofsky al respecto, continúo con las palabras de Torres Balbás, expresadas 32 años antes que el escritor estadounidense, y con una visión relativamente semejante. En ellas encontramos de nuevo adjetivaciones como «anónimas», «espontáneas», «instintivas», «no eruditas», e incluso, «ingenuas». Balbás, en su afán por poner en valor este gran patrimonio desconocido e ignorado, escribía que:
La Historia de la arquitectura, más rezagada que la general de los pueblos, ha sido hasta ahora, exclusivamente, la historia de los grandes monumentos, exóticos con frecuencia al país en el que se levantan. Nuestros tratados tan sólo se ocupan de las obras eruditas, edificios levantados por gentes que habían recibido una enseñanza técnica, ya fuese en el taller, en la obra o en la escuela. Falta escribir el análisis y la historia de la arquitectura popular, del arte espontáneo con el que la gran muchedumbre de las gentes han construido y acondicionado sus hogares; la historia de las casas humildes, modestas, construidas sin preocupación alguna de arte ni de arquitectura, por obreros anónimos que no soñaron con dejar su nombre a la posteridad, ni cursaron en escuela alguna: formáronse en el taller, en la calle, entre el pueblo al cual pertenecían, confundidos en la masa anónima, toda instinto y naturalidad.
Muchos problemas de la gran historia han de encontrar su explicación en la de la arquitectura popular. Y se verá al estudiar ésta la influencia ejercida sobre la erudita, como el pueblo coge espontáneamente los elementos más vitales y afines a su naturaleza de aquélla, en algunas ocasiones, y los adapta a su sentir, y de qué manera la arquitectura monumental llega a un momento -como el actual- en el que, ahíta de erudición, con un caudal enorme de formas complejas, vuélvese hacia el arte popular en busca de un poco de sencillez, de buen sentido, de espontaneidad sobre todo.
Al igual que Rudofsky, insiste en miradas poco contrastadas, que Paul Oliver rebatiría perfectamente en publicaciones como «Cobijo y sociedad», o la «Enciclopedia de arquitectura vernácula del mundo», contra visión paternalista de arquitectura instintiva, casi animal, que da respuesta sencilla y prácticamente subconscientemente a las diferentes circunstancias y necesidades. Y es que ambos arquitectos nos justificaban esta supuesta espontaneidad de la arquitectura y la falta de formación de sus artífices, al tiempo que afirmaban su carácter holístico a base de estratos de historia, aprendizajes, errores, influencias y una evolución desde los ancestros hasta el momento en el que se decide poner un ojo científico sobre ellas.
En este carácter estratificado de conocimiento subyacen no sólo las soluciones constructivas, sino una memoria cultural que atesora de manera comunitaria los tabúes, sueños, recuerdos, anhelos, miedos, emociones que una sociedad hereda, generando un imaginario colectivo en constante adhesión.
La memoria subconsciente, así como el conocimiento consciente, es homogeneizada, compartida, transmitida y construida por el conjunto. Estos conocimientos aprehendidos a base de generaciones y generaciones, pueden calificarse de cualquier manera, menos espontáneos o sin formación. Recordemos que el hecho de que los estudios reglados sean relativamente recientes no convierten al resto de modos de transmisión de conocimiento y memoria en hechos menos remarcables. Paul Oliver se expresaría así en su libro «Cobijo y sociedad» (1969):
La arquitectura, podría rezar una definición, la proyectan los arquitectos. […] «Arquitecto» es una palabra derivada del griego arkitekton, donde arkhi (o arqui) significa jefe, superior o dirigente, y tekton constructor: es decir, «constructor jefe» […] Enfrentado a este dilema pero deseando preservar el término «arquitectura», Bernard Rudofsky acuñó la engorrosa expresión «arquitectura sin arquitectos» […] «vernácula, anónima, espontánea, indígena o rural, según el caso». […] Aunque un buen número de tales edificios han sido construidos por artesanos anónimos, conocemos los suficientes nombres de constructores como para evidenciar la inadecuación del término arquitectura «anónima». Además, la aplicación por parte de algunas culturas de formas determinadas por años e incluso generaciones de uso y costumbre permite rechazar de pleno la denominación «espontánea»; lejos de ser espontáneos, dichos edificios se cuentan entre los que probablemente responden a tradiciones más ancestrales, apenas modificadas durante siglos.
De manera similar, el término «indígena», significador de «nativo de la tierra, intocado por influencias exteriores o extrañas» suele ser inapropiado. Es evidente que numerosas formas constructivas están condicionadas por contactos habidos con otras sociedades, o proceden de regiones diferentes en las que seguramente se adaptaban mucho mejore a las condiciones locales».
Los términos «rural» y «tradicional» también son utilizados indistintamente y sin excesiva precisión. Si podemos encontrar un patrimonio cultural tanto en ciudades como áreas rurales, ¿por qué relegamos la identidad a aquellos lugares que simplemente han mantenido las tradiciones? Este hecho, desplaza automáticamente tipologías del patrimonio (como es la arquitectura popular) a esas áreas rurales, dejándolas fuera de la muchas de las necesidades actuales.
Recordemos que a principios del siglo XX, la mayor parte de la población se distribuía en núcleos menores (<10000habitantes), mientras que en las últimas décadas se ha producido un éxodo irrefrenable del campo a la ciudad, tendiendo a una agrupación de la población mundial en grandes ciudades.
Esta obsolescencia de los pequeños núcleos de población y su entorno natural hace que sean considerados como ‘tradicionales’, sacándolos de la contemporaneidad cultural y arquitectónica, y estancando sus rasgos identitarios en un pasado a plasmar (que no incorporar). Recordemos, sin ir más lejos, las diferentes acepciones de «tradicional» según el DRAE:
- adj. Perteneciente o relativo a la tradición.
- adj. Que se transmite por medio de ella.
- adj. Que sigue las ideas, normas o costumbres del pasado.
De manera que, si la arquitectura popular se asocia con lo rural, y lo rural a su vez con la tradición, ¿qué diferentes connotaciones encontraremos entre la arquitectura popular urbana y la rural?
La arquitectura-tradicional-rural será condenada de dos maneras: suponiéndola parte de una tradición romántica y casi pintoresca, o considerándola un fracaso de la modernidad, por el simple hecho de querer seguir siendo ‘rural’. La arquitectura-tradicional-urbana será considerada un residuo de lo rural, fuera de lugar en medio de la ciudad que la absorbió, desubicada, y como plato suculento a destruir por el avance de la modernidad y la renovación de las ciudades; futura tumba.
ARQUITECTURA POPULAR
“La esencia del construir es el dejar habitar”. La construcción debe respetar el lugar, el mundo, la tierra donde nuestra determinada forma de pensar tiene sentido, […]
Lo que hemos intentado aquí es mostrar cómo el habitar y el construir están estrechamente vinculados con el pensar. Porque, al igual que el pensar, el construir le da apertura al ser, crea un mundo, un espacio habitable, y es en el propio habitar donde se percibe el sentido de este espacio y el pensar acoge e instala al ser. (La Arquitectura de la Memoria. Espacio e Identidad Adolfo Vásquez Rocca)
Acuñando como el más correcto y perviviente el término «arquitectura popular», y generando una definición propia sin ánimo de sentenciar, considero ésta como: la arquitectura del pueblo (incluyendo en el concepto «pueblo» las acepciones de la RAE: 3. m. Conjunto de personas de un lugar, región o país / 4. m. Gente común y humilde de una población), libres de doctrinas, sistemas políticos, económicos o tendencias artísticas y/o culturales impuestos, conformada por un patrimonio tanto tangible como intangible, herencia de una codificación generacional materializada en el paisaje antropizado, urbano o rural, construible, y habitable tanto por el cuerpo como por el pensamiento; mutable a un ritmo independiente de los cambios globales, y con derecho a la contemporaneidad y al futuro.
Texto: Ana Asensio Rodríguez / Fotografía: Ana Asensio Rodríguez / Fragmento seleccionado de la memoria de investigación de la autora a través de la Beca de Iniciación a la Investigación concedida por la UGR / Fecha: 30 sept 2015