La primera vez que te vi estaba todo oscuro, olía a niebla y escama y tú tosías veneno. Era todo confuso, ¿cómo un corazón cansado de cirugías y miedos podía hipnotizarme tanto solo mostrando un trocito de lo que había congelado en el tiempo? Fue verte y amarte.

¿Quién eras? ¿Quién entendía tu tristeza? ¿Quién se había llevado tus puertas? Llorabas colores. Se peleaban tus paredes.

Me preguntaba en silencio si habría alguien más mirando tu venda, si algún día volverías a ser algo más que recuerdos… la vida te hizo vida y te mutiló en secreto, ¿serías capaz de mirarte al espejo?

Y así siguió tu esqueleto, sobreviviendo, aceptando las grietas, regalando energía, sanando a otros enfermos. Te quedaste pequeño y pensé: “¡Bendito menguante!”. Te merecías tanto, al menos un intento…

Alguien decidió que había llegado el momento y te cogió de la mano.

“¡Qué valga la alegría y no la pena!”, te gritó. Y tu sonrisa resucitó a más de un muerto.

No me veías pero caminaba a tu lado. Te vi cruzar un túnel y llenarlo de luz; invadir un quirófano de pura emoción y salir con el esplendor de algún otro tiempo. Aceptabas las grietas, ahora muestras con orgullo su huella. Marcas que son la historia en tu cuerpo. Cicatrices. Momentos. Recuerdos.

Aquí estás, tú tan tú, yo con tanto respeto.

Texto: Simita Fernández / Fotografía: Simita Fernández / Escrito originalmente para AAAA Magazine /  Fecha 14 may 2015 / Ficha [fuente original aquí]