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Cabo de Gata: de Goytisolo al Algarrobico

Otro verano más me ausenté de Málaga un par de semanas con la misma intención de siempre: huir de la masificada Costa del Sol –sería mejor rebautizarla como Costa del Hormigón– y encontrar una pizca de serenidad, si es que es posible, en algún otro punto del litoral andaluz. Si eres de Málaga, no tienes presupuesto para grandes viajes y quieres escapar de la clásica postal de Agosto –esa que comenzó a fraguarse en los años sesenta gracias al gran invento del turismo–, las opciones más socorridas, a grandes rasgos, son básicamente dos: ir hacia el oeste, alas playas de la provincia de Cádiz, o atreverse con la costa del Parque Natural del Cabo de Gata-Níjar, en el extremo oriental de la comunidad.

Con esta decisión tomada, me monté en aquel viejo Nissan Almera y dejé atrás las colmenas de cemento de la Malaguetay su escalofriante imagen de sombrillas coloreadas agolpándose y luchando las unas con las otras por un trozo de polvo –porque en Málaga no hay arena, sino polvo–. Junto a unos buenos amigos, como no podía ser de otra forma, nos marchamosdirección a Almería; bajamos las ventanillas y tomamos la Nacional 340.

La idea era pasar unos doce días deambulando por las playas que se esconden tras la Sierra del Cabo de Gata. Era la segunda vez que visitaba aquellos eriales y temía que mi impresión sobre el paisaje, como era de esperar, no fuera igual de intensa en esta ocasión. Sin embargo, la decisión de cargar en mi mochila un pequeño libro cambiaría por completo mi experiencia con el lugar, socavando y redescubriendo otro estrato más en ese infinito manto de historias que conforman los sitios.

©  Marina Díaz García

© Marina Díaz García