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Micro-rebelión contra la falsa maestría.

Durante un tiempo he estado con un pequeño dilema rondándome la cabeza, que reventó cuando hace un par de días tuve la oportunidad de ver un documental: «Cobain, Montage of Heck». En esta película se muestra la trayectoria del cantante de Nirvana, desde su más tierna infancia hasta su muerte en 1994. En ella además de los archiconocidos problemas con la heroína se mostraban problemas algo más íntimos de Kurt, como el rechazo o unos trastornos mentales bastante severos. Sin embargo de estos problemas me llamó la atención uno, el que primero se pone de manifiesto.

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Kurt y su hija Frances.

Un niño pequeño, más pequeño de lo que cabría imaginar, se obsesionaba por la perfección. Esta empezaba camuflada bajo algo que podría considerarse bondad, preocuparse por los demás, por su seguridad o su salud, que se empieza a canalizar bajo un intenso aprendizaje de guitarra y que a los nueve años explota, ante el divorcio de sus padres. Una situación de extrema imperfección como es la del divorcio en la América de principios de los 80, era intolerable para el pequeño Kurt.

Al verlo me asustó un poco ver cierta faceta de mi mismo y de gran parte del colectivo, probablemente inculcada (o potenciada), reveladora de unas aspiraciones enfermízamente perfeccionistas que en ciertos momentos me he sentido muy tentado de alcanzar.

¿Qué es lo ideal para un recién titulado? Acabas cuanto antes las asignaturas, trabajas en el proyecto final de carrera mientras estas becado en algún estudio, buscas prácticas en el extranjero (o en la patria, pero sabes que es algo más difícil y debes amortizar ese título de inglés tan caro que te sacaste) y como guinda acabas colocado en un estudio de prestigio, fin.

¿Alguien se ha preguntado por qué?

Esta misma pregunta me la he hecho tras dar unos cuantos tumbos entre el querer, el poder y el deber, tres verbos que a ser posible es mejor no confundir.

En mitad de esta maraña verbal aparezco yo, como individuo recién titulado, donde, dentro de una bruma de ignorancia supina acerca de mi futuro, tengo la oportunidad de pasar unos meses en una ciudad lejana, lejanísima. Sin embargo la presión externa y mía propia, me insta a hacer algo de mi rama, a obligatoriamente sumergirme en un algo a base de arquitectura, algo que desarrolle unas agallas que me permitan seguir respirando en la liquida comodidad de mi maestría. El resto, el tiempo que pase fuera, es tiempo que estoy ahogándome, perdiendo, prestigio que no gano, trabajo que no hago, futuro que no tengo.

Y ante el agobio de un entorno hipercompetitivo, decido buscar la respuesta que me desvele las razones para que se produzca esta situación, supuestamente idónea. ¿Por qué debería mendigar las migajas de un estudio de renombre? ¿Para poner en un apartado de mi currículum que he trabajado con este señor, mundialmente conocido? ¿Para camuflar en menos de un cuarto de folio horas malgastadas de planos cad, horarios inflexibles y otras limosnas bajo el tupido y henchido velo de una especie de síndrome de Estocolmo, haciéndolo definitorio de una relación que debería ser de maestro y pupilo?

Tenemos la estúpida y errónea idea (tal vez por falta de experiencia) de que estar en un «gran estudio» (a los que a veces tenemos la osadía de confundir con «buenos estudios») nos permitirá recibir la iluminación que abra nuestra mente, que desvele el conocimiento supremo, para bendecirnos y alcanzar el reconocimiento. Acabo de nacer como arquitecto, y como tal, acabo de abandonar el seno de la escuela para lanzarme al mundo exterior. El pánico al futuro a veces conduce a la desesperación, y en nuestros actos perdemos nuestro valor personal y colectivo, como profesional y como gremio, aceptando trabajos no deseados que grandes y ensalzados buitres se dedican a repartir de forma altruista e impune, bajo una palabra casi tan ponzoñosa como prestigio: Experiencia.

¿Pero qué experiencia? ¡Si es que hasta la experiencia tiene su propia calidad! ¡No confundamos ídolos con maestros! ¿Es que, es mejor estar seis horas al amparo de un negrero que emplear esas seis horas en dibujar? ¿o en leer? ¿Es más arquitecto el que más nombres tiene en el curriculum vitae, o el que es capaz de convertirse en el aborigen de una ciudad?

En mitad de la vorágine de la incertidumbre y el miedo está bien pararse, cerrar los ojos y tomar aire un segundo. Un solo y miserable segundo de reflexión para zafarse de las garras de la teocracia arquitectónica, un segundo donde cada una de las centésimas nos afirma individualmente, como propietarios del cien por cien de las acciones del tiempo que tenemos y del verdadero significado de malgastarlo, o emplearlo en lo que bien nos venga en gana. Y tras la primera décima te acuerdas de una libreta que viste y en la que te gustaría dibujar, en la segunda de aquel bar con nombre de escritor francés del cual nunca has leído nada, en la tercera de todas las preguntas que no le hiciste al tipo que dio una conferencia conmovedora cuando estabas en la escuela y en la cuarta piensas en ese programa de ordenador que te encantaría aprender a manejar. Y cuando vas por la octava décima de ese fascinante segundo, no lo sabes, pero ya has decidido lo que vale tu tiempo porque en la novena décima, no vas a derrochar ni una más de tus inquietudes en experiencias vacías.

Y sin previo aviso, chasquido de dedos, se cumple el segundo donde muere el esclavo y nace el profesional.  La micro-rebelión se ha abanderado con tu nombre, y proclama que la experiencia sin ser vivida es solo la colocación determinada de once caracteres latinos en un trozo de papel. Y claro, a ver quien le dice que no a una rebelión (aunque dure solo un segundo)

Manu Barba