Camina derechito, al Valle del Elqui
De nuevo una cabaña de madera, pero en otro lugar. Ahora no es el mar el que llena de humedad el aire. Atrás quedó Pichilemu y sus grises arenas. Es el río. Un río que casi no bebe lo suficiente para alimentar el pantano, quejumbroso tras casi diez años de sequía.
El Valle del Elqui ve como el Puclaro cada vez enseña más sus íntimos fondos de lodos y tierras de colores, dejando sin alimento a los verdes campos de damascos, paltas y duraznos. Las viñas siguen expandiéndose como una gota de rojiza acuarela en una servilleta de papel, conquistando la tierra seca, hoy húmeda tras la lluvia de hace dos noches, la primera en el valle desde hace demasiado tiempo.
Éste es un lugar silencioso de noche, lleno de estrellas que se amontonan en una vía láctea perfectamente visible, como en todos los otros lugares que he visitado en este hemisferio sur. Un cielo despejado, lejos del espeso Santiago, y lejos de toda luz cercana que enturbie su magia.
De día, suenan los camiones que por la carretera cruzan en transversal el país, de una cordillera a otra. Aquí las montañas son suaves y jóvenes, rocosas y puntiagudas, erosionadas aún solo por su propia gravedad. Así dibujan grandes y lisos conos color canela, como cucharadas de azúcar moreno, cubiertas por una pelusa que son en realidad miles de esbeltos cáctus de espinas colosales.
El sol calienta, y mucho, a pesar de estar ya bien entrado el otoño, a punto de llegar a un temido invierno por los chilenos. Aún no he podido sentir el duro frío, más allá de ser sorprendida una noche fresca con poco abrigo.
Hoy el cielo luce perfectamente azul, alegrando la piel pinchosa de las montañas que abrazan el río Elqui. Las hojas de los árboles relucen amarillas miradas a contraluz, mientras lanzan hacia mi una sombra negra en la tierra color chocolate.
Mi rebeca cuelga de una higuera, balanceándose lentamente con una brisa que huele a eucaliptus. Dentro, en la cocina de la humilde cabaña de la abuelita de Germán (¡Germansito, camina derecho, m’hijito!), Nathaly y Camila me esperan para desayunar, con té, mate, un horrible café «americano» (como lo llamamos en España), pan amasado con mermelada de murta, churrascas, milhojas con manjar, y muchas más cositas que en este dulce país te atrapan como cascada de viscosa miel.
Texto: Ana Asensio Rodríguez / Fotografía: Ana Asensio Rodríguez / Primera publicación : Arte sin Blanca / 25 de Mayo de 2013