Metáfora
Fuimos a ver al presidente, y entonces el presidente de la Comunidad nos dijo «ah, pues me parece un proyecto muy interesante» y se lo contamos, lo mismo que estoy contando: que es un sistema de comportamiento patrón, hacemos unas estructuras de naves, que pueden ser iguales y diferentes, con unas vigas, tal, todo mide doce metros, en realidad es todo muy modular, puede ocurrir cualquier cosa…
«—Ah, pues muy bien, muy bien, me parece muy interesante, pero ¿qué es?
—Vamos a ver, es un Museo de Arte Contemporáneo de Castilla y León, que en realidad es un conjunto de naves, que están articuladas entre sí, que son unos cuadrados, arriostrados, no se qué, en realidad es un sistema abstracto, pero tal…
—No, no, pero ¿qué es?
—Pero que a qué… a qué se refiere?
—Sí, que qué es, qué es… Cuando los periodistas me pregunten a mí que qué es este museo, ¿qué les digo que es?»
Y digo: «y yo qué sé… pues…»
Y dice: «porque no, hay edificios que son como un pez, edificios que son… como un pez, como un barco, ¿no?…»Nos quedamos así Luis y yo y vimos cómo el proyecto se nos iba y decíamos, claro ya este edificio no lo construimos, porque nosotros estamos dando una… digamos, una aproximación abstracta al asunto, y ellos están dando una aproximación figurativa. […]
Y entonces nada, yo veía que nos quedábamos sin proyecto, dije, a ver si me viene una idea, y dije «a ver, presidente, esto, vamos a ver, esto, esto es… o sea, el arte es como el agua, ¿no? que fluye, y permanece a la vez… Y entonces esto, el museo son como los ríos de Castilla y León, ¿no?, con todos los afluentes de los ríos, que en realidad tiene esa construcción así un poco…—Perfecto, perfecto, pues ya está.»
Pues nada, el MUSAC es como los ríos de Castilla y León. Entonces, cada vez que se publica algo sobre el museo dicen: «El MUSAC, que es como los ríos de Castilla y León…»
TUÑÓN, Emilio ~ «MUSAC, seis paisajes», conferencia en la Escuela de las Artes 10, 2010
Cuando el pope de la arquitectura moderna Sigfried Giedion dio carta blanca en su artículo de 1965 sobre Jørn Utzon y la tercera generación a lo que él llamaba «derecho de expresión» frente al mero funcionalismo y lo hizo entrar de pleno derecho en la ortodoxia de la modernidad, estaba dando un paso que era mucho más fácil de asumir que de justificar. En efecto, en aquel entonces el crítico intentaba convencernos con argumentos más o menos sagaces —en realidad llevando a cabo no tanto un análisis visionario como una constatación de las últimas realizaciones arquitectónicas que ya lo adelantaban por la izquierda— de que el tiempo del utilitarismo a ultranza había pasado. Pero la vieja escuela se resistía a renunciar a la pureza doctrinal mantenida durante años como caballo de batalla frente a la vieja arquitectura burguesa; es por esto que Giedion se veía obligado a decir que «sólo una mano maestra puede atreverse a manifestar la independencia entre expresión y función. Tal actitud, si se deja al arbitrio de talentos menores, puede llevar únicamente a perder el norte». En otras palabras, puedes permitirte cubiertas con forma de espina de pez y plantas a modo de arborescencias sólo si eres lo suficientemente bueno.
Es inevitable acordarse de la fina ironía con que Tom Wolfe retrata en ¿Quién teme al Bauhaus feroz? la época de los primeros intentos por salir de la rigidez moderna, la entrañable excentricidad de Edward Durell Stone y la ofensiva originalidad de la terminal TWA de Eero Saarinen (el «si saca usted a colación a Saarinen, nadie lo tomará en serio»). Pero en 1965 ya todo parecía distinto. La Ópera de Sydney, la abuela sin duda de todos los Guggenheims y Hadides que pululan por nuestras ciudades, había marcado ciertamente un punto de no retorno para el estilo internacional. O se la repudiaba y apartaba, o era no-moderna (aunque la inteligencia impedía clasificarla como tradicional o reaccionaria), o se la admitía en el redil y conllevaba un cambio de las reglas de juego básicas hasta entonces. Si el crítico Antonio Miranda no incluye la Ópera en su Canon de Arquitectura Moderna al repasar la arquitectura del siglo XX, tiene buenos argumentos para ello.
Lo que quedaba de ese mundo de reglas acabó, a juicio de muchos, bajo los escombros de Pruitt-Igoe en el verano de 1972. Hasta ese momento y durante algún tiempo después había ido creciendo imparable, como algo multiforme y deslabazado al principio, lo que nuestros encargados de clasificar la realidad han dado en llamar arquitectura posmoderna. Que fue algo mucho más complejo de lo que jamás llegara a serlo la arquitectura asumida como moderna es fácil de juzgar comparando proyectos de Charles Moore y Richard Meier, por ejemplo, y es que leer las discusiones mantenidas entre Eisenman y Krier o Alexander puede llevar a mesarse los cabellos si se sigue pensando que todos estaban en el mismo barco.
Por esta época, cuando la arquitectura era todavía lenguaje, se llevaban a cabo intentos meritorios de fundamentar la diferencia palpable entre lo que estaba pasando y lo que había pasado hasta entonces en la profesión. Uno de los más conocidos e interesantes fue el llevado a cabo en términos comunicativos por Venturi y Scott Brown con su distinción entre «pato» y «tinglado decorado». Un pato es, tal y como nos dice Charles Jencks explicando a Venturi, un edificio con la forma de su función: un edificio con forma de pájaro en el que se venden señuelos para pájaros. (La invención de esto es antigua, al menos tanto como aquel proyecto de Ledoux que hablaba por sí solo). Para Venturi, la arquitectura moderna había proliferado en patos: edificios funcionales que son la imagen abstracta del funcionalismo y ese tipo de cosas. La sorpresa es que según este baremo, la Ópera de Sydney también es un pato; aunque el referente último de la metáfora es mucho más oscuro —la gente parece identificar las cubiertas con velas, conchas, peces y monjas indistintamente—, lo que según Jencks es precisamente la causa de su riqueza en lecturas posibles y de su eterna fama arquitectónica.
Pero como todas las cosas, la época de investigar los lenguajes arquitectónicos pasó de moda, dejando el sitio a una amalgama de líneas de trabajo centradas básicamente en las posibilidades de lo digital. Lo curioso es que la arquitectura de las metáforas se encontraba en este mundo incluso más a gusto. En un marco en que lo importante era el estudio de las posibilidades de realización, el hasta dónde podía llegar la arquitectura asistida por ordenador, el derecho a la creatividad propugnado por Giedion cuarenta años antes campaba a sus anchas; de lo cual se han seguido toda clase de edificios de los que los ciudadanos pueden decir sin que nadie se ruborice que son pájaros, patos, peces, barcos y monjas. Por eso es de agradecer una nueva vuelta de tuerca, como la expuesta en el caso de Tuñón y Mansilla, que reivindique el derecho de la arquitectura a expresarse en sus propios términos.
Texto: Pedro Mena, de Arquitectura a Contrapelo / Fotografía: Información en el pie de foto/ Escrito originalmente para Arquitectura a Contrapelo, re-editado para AAAA Magazine / Cita: Pedro Mena, “Metáfora” / Fecha 24 jul 2017 / Accede a la publicación original en la web de AaC aquí