©Ana Asensio
«Nochebuena de 1979, está en Nueva York, solo en su pequeña habitación del número 6 de la calle Varick. Por todas partes hay rastros de la antigua vida de la casa: redes de misteriosas cañerías, tiznados techos de metal, siseantes radiadores de vapor. Cada vez que sus ojos se posan sobre la puerta de vidrio, lee las letras torpemente grabadas al otro lado: <R. M. Pooley, Concesionario Electricista>. No es un lugar pensado para que viva gente, sino para albergar máquinas, escupideras y sudor.
No podía definirlo como un hogar, pero era todo lo que había tenido en los últimos seis meses. Unos cuantos libros, un colchón en el suelo, una mesa, tres sillas, un hornillo y un fregadero corroído con agua fría. El lavabo está al otro lado del pasillo, pero lo usa sólo para cagar, pues mea en el fregadero. Durante los últimos tres días el ascensor ha estado fuera de servicio, y como vive en el último piso, no le dan ganas de salir. No es que le asuste subir los diez pisos por la escalera, sino que encuentra descorazonador cansarse de ese modo sólo para volver a aquella desolación.