Amor y arquitectura
Encuentros en la tercera frase
Resulta absolutamente asombroso cómo nos podemos situar, a veces, a cotas muy elevadas y encontrarnos a nosotros mismos reflexionando sobre cuestiones relacionadas con la vida, la muerte y nuestro absurdo devenir… en especial durante los terribles meses de trabajo en nuestro proyecto final de carrera.
Sorprende cuando reparamos en los pocos hechos que hacen que todo adquiera un cierto sentido, una cierta lógica y, de repente, nos percatamos de que el magma que lo conecta todo se solidifica finalmente en un genuino sentimiento de amor.
No se pretende con lo afirmado reforzar teorías propias del movimiento «Flower Power» (que tampoco estaría mal), pero resulta, como decía, absolutamente asombroso como un sentimiento tan original (y entiéndase el calificativo en el más estricto de sus sentidos) es capaz de conectarnos a la vida.
Habríamos de entender el sentimiento al que aludo de un modo amplio y alejado de ese dibujo cargado de estereotipos que inunda el imaginario colectivo. Una experiencia que se asemeja a aquello que puedan sentir el resto de seres que poblamos este planeta.
Como es normal nuestra capacidad de razonar nos permite poder situarlo dentro de un amplio espectro, que viene delimitado por nuestras experiencias personales y prejuicios (también conocido como experiencias sociales o inexperiencias personales). Pero, insisto, seamos minimalistas, una vez más, y quedémonos con la esencia de lo que planteo.
No se trata de una visión romántica sobre la autoconstrucción, ni sobre asuntos relacionados con la arquitectura residencial. Más bien trato de remitir al origen, a ese sentimiento germinal que nos vincula a la vida a través de los espacios que podamos generar para desarrollar nuestra actividad. Empezaremos a entender, entonces, que aquello que en el fondo nos pone en marcha (en la vida, la arquitectura y el resto de razones bellas para seguir aquí) no es algo tan distinto a lo que mueve a una pareja de mirlos, que se afanan en recoger toda clase de elementos en primavera, ordenarlos de un modo concreto y establecer una serie de estrategias “proyectuales” acerca de cómo y dónde situar el espacio en base a unos criterios (que su buen hacer y experiencia determinan), donde pasarán los siguientes meses anidando.
¿Se trata de un sentimiento que nos sitúa, en modo alguno, en un espacio y tiempo determinados? ¿Qué amamos cuando decimos que amamos?
Evidentemente el desarrollo de nuestra vida transcurre en sociedad y, a veces, parecemos no valorar de un modo justo los distintos parámetros que condicionan nuestra existencia, situando las distintas relaciones interpersonales en el fin y no el medio de nuestro desarrollo personal. El aire que respiramos, el agua que nos sacia, la luz que nos da la vida, parecen ocupar un lugar secundario.
Quizás el mirlo podría desmarcarse de la bandada, en plan alternativo, y consolidar un nido de hormigón y reutilizarlo cada nueva nidada, o lanzar una promoción de lujo de nidos adosados que colonizasen por completo un ciprés, con su piscina, etc. Pero el pobre aún no conoce con precisión la relación entre agua, áridos y cemento. O quizás, aunque pudiese hacer todo lo expuesto, no lo hiciese, porque su nido de ramitas responde justo a sus necesidades y obrar por encima de las mismas es un gasto de energías y recursos que es incompatible con la supervivencia de la especie. Quizás y sólo quizás no precisa de más, no le roba a su entorno más que las pocas ramas con la que consolidar un espacio que necesita.
Algo, sin duda alguna, parece haberse perdido por el camino… o quizás por venir del mono podamos redimirnos de toda culpa… aunque casi con total seguridad podríamos establecer paralelismos con los primates que nos sonrojasen igualmente.
Sin embargo parece quedar algo en lo más profundo de nosotros que nos sigue conectando a nuestro entorno, a la naturaleza y a la vida; y parece sorprendernos cuando contemplamos, por ejemplo, un atardecer junto a la persona amada, o un cielo pleno de estrellas (si la contaminación lumínica lo permite). Y es que en ese preciso instante nos percibimos como parte de un maravilloso conjunto que sentimos ha de perpetuarse. Y es que parece que no llegamos a entender que todo nos lleva a pensar que ese sentimiento trasciende al mero hecho de la atracción sexual hacia otra persona, la afinidad personal, los lazos familiares, sociales, etc. Este amor, original, va calando hasta conectarnos y relacionarnos con todo aquello que nos rodea y finalmente, y con sacra humildad, nos sorprende la idea de que amamos porque respiramos, porque estamos vivos y todo ello es posible gracias a que se dan las condiciones necesarias para la vida… CUIDADO porque corremos el riesgo de destruir todo lo que nos rodea.
¿Amor y arquitectura?
Quizás podríamos generar espacios que se pudieran plantear como soportes para la vida en relación con nuestro entorno, y ello trascendiese a la materialidad, la captación de energía y la optimización de recursos. Cierto es que es bastante más complejo, como consecuencia de los requerimientos específicos de la arquitectura frente a construcciones de supervivencia (como podrían ser entendidas nidos, cuevas, madrigueras, etc.), aprender de un modo eficaz de otras especies. Pero entiendo que, como sociedad, estamos en un punto de inflexión y es tarea nuestra mirar a esta realidad y dar una respuesta adecuada, que se aleje de meras cuestiones formales. ¿Amor y arquitectura?
Nuestro cuerpo nos va dando pequeñas pistas mientras contemplamos embobados en compañía cómo cae el sol.
Qué triste que se nos olvide cuando levanta la luna, podríamos hacer tantas cosas bellas si no lo perdiésemos de vista.
Texto: Manuel Ramos / Fotografía: Notas al pie de foto / Escrito originalmente para el blog ramos |arquitectura / Cita: Manuel Ramos, “Amor y arquitectura” / Fecha 12 dec 2014 /